Tanto
al ir, como al llegar de Barcelona en el tren pensaba: qué comodidad de tren y,
sobre todo la rapidez. ¿Cómo había cambiado todo? Antes se necesitaba casi el
doble de horas, para ir o venir y, ¡eso que todavía no está instalado el tren a
gran velocidad! De una gran comodidad, te ponen en cada asiento un pinganillo
para escuchar música, o ver alguna película. Si, coges el billete preferente,
te aportan el desayuno, periódicos, alguna bebida, incluso la comida si fuese
la hora y no has llegado: ¡vamos todo un lujo! Llegamos con media hora de
adelanto y, pensaba en los retrasos de antaño en la red ferroviaria. Aquello
era un caos, sobre todo si el tren no era directo y, había que cambiar de vía,
o de estación, según la dirección tomada. Esto me llevo años atrás, mientras
admiraba el paisaje, recordaba mi primer viaje en tren. Esto remonta al año
1955, cuando junto a mi familia nos fuimos de nuestra Andalucía natal. Nuestro
padre desterrado de allí, se encontraba aquí en el norte, ahora donde yo vivo
actualmente, es decir la ciudad de San Sebastián. A pesar de mi corta edad, lo
recuerdo perfectamente, incluso con cierta sonrisa. ¡Salimos de Granada, junto
a mamá, mis hermanos y una servidora! El
tren funcionaba con una locomotora de carbón, donde al asomarte por la ventanilla
te daba el humo en pleno rostro. Un tren con asientos de madera, repleto de gente
que, como nosotros iban en busca de una vida mejor allá en el norte. En aquella
época de posguerra, Andalucía, era una de las regiones más pobres. Las tierras fértiles,
los olivares que abundaban, los cotos de caza pertenecían a unos cuantos terratenientes.
Estos señoritos, en época de cosecha, a través del capataz escogían en “Plaza
Nueva” y otros lugares a dedo los trabajadores en época de cosecha, pagándoles un
sueldo miserable, trabajando de sol a sol y, para colmo, ¿encima había que
doblar la espina delante de estos señoritos? Lo cuento tal como era, mis dos
hermanos mayores les toco doblegarse a esto. Pues prosigo, con el viaje: el
tren iba a tope de gente, incluso en los pasillos tirados en el suelo. En
aquella época el tren tardaba más de 24 horas en recorrer unos 800 km, parada
obligatoria en Madrid, para después ir a otra estación y proseguir el viaje.
Las maletas eran de madera, atadas con cuerdas y, hechas por mis hermanos:
aunque solo llevábamos los enseres personales. Salimos en pleno verano rumbo al
norte, hacia un calor impresionante, por las ventanillas abiertas colgaban los
botijos de agua para refrescarlos. Había familias enteras que se desplazaban,
gente pobre y hambrienta. Sus rostros marcados por las penurias, mujeres
vestidas de negro riguroso, hombres sin afeitar con la mirada angustiada. A la
hora de comer algo, aquello consistía en un trozo de pan con tocino, otros con
un simple tomate. Recuerdo que al llegar por la región de Huelva, escarpada y
llena de olivos, recuerdo con una sonrisa, parece que fue hace más de un siglo
y, aquello era de película. El susodicho tren no podía subir una cuesta… no se rían,
que esto es verídico? El revisor nos anuncia que había que bajar del tren, ir
andando hasta que alcanzase la cuesta en cuestión. Bajamos con nuestras maletas
y, una vez alcanzada la cuesta, volvimos a subirnos al tren bajo un sol
abrasador. Recuerdo que había gente que, incluso llevaban un par de pollos
vivos atados por las patas. El viaje fue extenuante: yo al ser una niña, mamá
no me soltaba de la mano, yo me aferraba a su mano asustada. Una vez llegados a
Madrid, ya fue otra cosa: no había billetes de tercera clase, mamá compro de
segunda, quedándose sin dinero. El viaje fue más agradable y después de más de
24 horas, llegamos a San Sebastián, bajo la lluvia y donde nos aguardaba
nuestro padre. Este viaje quedo gravado para siempre en mi memoria. Extenuante,
pero de película…
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