Las mozas jóvenes apenas salían de la adolescencia,
soñaban con casarse pronto para salir de aquella miseria, metiéndose en otra
por supuesto; fueron años muy duros, no había trabajo, y menos aun dinero. Luego al llegar su descendencia
se quejaban de no tener para darles de comer; había familias numerosas en
lamentables situaciones, y con tantos hijos las mujeres tenían suficiente
trabajo en la casa; el marido era el único que aportaba dinero a la economía
familiar. Con ternura recuerdo aquél viejito tostado por el sol, su rostro
arrugado donde marcaba el paso de los años y las penurias. Un viejo sombrero de
paja, un pantalón de pana demasiado grande atado a la cintura con un cordón.
Llegaba con su carro lleno de moras, por “una perra gorda “nos daba unas cuantas, en un cucurucho de papel de periódico, el se iba feliz dándonos las gracias; nosotros que éramos tan pobres como él, hoy
recuerdo su sabor y la boca se me hace agua.
La Calderería que subía hacia el barrio del Albaicín, llena de tiendas de
artesanía, al día de hoy los árabes las han remplazado por sus comercios llenos
de especias y color. Me encantaba observar los artesanos a la puerta de sus
comercios, fabricando botijos y cántaros,
pasaba horas con ellos y todos me conocían. Según iba subiendo me paraba para
saludar aquella abuelita tan simpática con sus manos torcidas
por la artrosis, el delantal con remiendos haciendo cestos de mimbre; siempre
me daba un regaliz, tenía una cara arrugada como una pasa, pero sus ojos negros
brillaban, el pelo recogido en moño con horquillas. Me llamaba garbancito, me
decía sonriendo si mis ojos los había puesto en remojo como los garbanzos,
tanto era lo que resaltaban en mi rostro. Aquel otro artesano trabajando el
cobre tan típico en aquella época, platitos tallados, cazuelas etc.; balcones forjados
con una estampa de la Virgen de Las Angustias patrona de la ciudad.
Un joven que hacia maravillas con sus manos, alrededor
del sus hijos correteando, si mal no recuerdo unos siete y su mujer embarazada
Casi siempre me cruzaba con un gitano y
su burro cargado de cántaros y botijos; siempre iba cantando y se quitaba el
sombrero al saludarme, yo acariciaba el burro; recuerdo que mi madre le compró
un botijo, el agua se conservaba fresca en los días calurosos. De paso
aprovechaba cuando era la época de los higos, me subía a los arboles a robarlos
y luego recogía algunos para llevárselos a mi madre. En la plaza, junto a otras
niñas hacíamos platos y tazas de barro que
se rompían enseguida, imitábamos a los mayores, lloraba cuando se rompían, y no
entendía por qué. Mi mundo era la calle, mi madre trabajaba de sol a sol quedando a cargo de una vecina; Junto a la hija de la vecina que se llamaba
como yo, íbamos a las afueras de la ciudad; había jornaleros recogiendo la caña
de azúcar y, viendo nuestra delgadez extrema nos daban a escondidas del capataz
cañas de azúcar, nos babeaba la saliva tanto era el hambre que teníamos, estaban
dulces y frescas; íbamos al atardecer a la fresca. Ah, como olvidar los
garbanzos que mi madre hacia cuando mi segundo hermano llegaba de viaje, mi
madre me enviaba a la tienda de comestibles de (Don Miguel) se encontraba en la plaza, a
comprar un trozo de tocino, el olor bajando por las escaleras, las vecinas gritaban por el patio…
Sebastianaaaaa…vaya cocido que está usted haciendo, que buen olor; mi madre
contestaba mejor sabrá vecinas ¡.Era un
festejo comer garbanzos y mi madre le daba el tocino a mi hermano, luego él lo
repartía entre nosotras. Estaba muy delgado, su sueño, ser un famoso torero
para sacarnos de aquella miseria; mi madre llorando le suplicaba de no hacerlo
por el riesgo tan grande que suponía, el acepto sin rechistar; sabía que si
algo le ocurriese mi madre nunca lo superaría.
No hay comentarios:
Publicar un comentario